Opinión

Ojo salvaje

  • Por Editor 1
Ojo salvaje

Tuve la suerte de toparme con un libro; como cada ocasión en que me repliego en mí para alejarme del mundo, leí como desaforado en estas vacaciones y tuve la fortuna de hallar, sin buscarla, una novela que, como suele ocurrir, llegó de la mano de la casualidad.

Resulta que María no había leído “La Tregua”, de Benedetti, y una noche entrañable, con personas entrañables, salió el peine; comentándola, a una de nuestras anfitrionas, Perla, le pedí que me permitiera obsequiársela y, ¡cómo no!, también le sugerí a María que la leyera; accedió y, ya puestos, compré dos ejemplares.

Terminó María la novela y —como debe de ser en cualquier lector que se respete y tenga un atisbo de corazón— se deprimió un poquito; luego me pidió que le recomendara otro libro y accedí; decidí irme a lo seguro y le regalé “A la Sombra del Viento”, de Carlos Ruiz Zafón. No falla.

Pero cuál sería mi sorpresa que ahí en la librería, agazapada en un estante, me estaba esperando “La Comadrona” de Katja Kettu;1 por mucho, la mejor novela que leído en meses. Se lo voy a decir en palabras de una crítica italiana; si no se titulara como se titula, “La Comadrona” se podría llamar: “La ferocidad del amor”. No le cuento la trama porque ya sabe cómo se ponen algunos de intensitos y luego me acusan de espoilero, por decir lo menos.

Baste decir que no siempre ocurre; que es difícil encontrarse con un texto que te quite las palabras de la boca; que te corte el aliento; que te sacuda, que te conmueva, que te estremezca; que te seque por dentro para que después florezcas; que haga que el recuerdo, como en un pasaje onírico, se funda con la ensoñación y la nostalgia sin nombre de los amores contrariados —de los que habla García Márquez en la primera página de “El Amor en los Tiempos del Cólera”— y le dé apelativo a las cosas que parecían haberlo perdido en ese páramo desolado en que, a veces, perdida la fe, se convierte el alma de uno.

La Comadrona” de Katja Kettu me reconcilió con el lenguaje y con el sentido último de la existencia que es uno solo: vivir.

Perdida la fe en los hombres, para siempre y en definitiva, le hallo sentido a la propia vida en el acto de agotarse viviéndola; disfrutando palmo a palmo aquello, y sólo aquello, que nos hace felices en el aquí y el ahora porque lo demás es —diría Calderón de la Barca— sueño puro.

En alguno de los párrafos de su novela, Johann Angelhurst se pregunta sobre la auténtica naturaleza de Ojo Salvaje y cuál Norna es: si Urd, lo que fue; Verdandi, lo que es; o Skuld, lo que está por venir;2 y casi al final se responde que es Verdandi: lo que ocurre ahora. En lo personal, me quedo con esta última visión del mundo: la del presente luminoso o aciago, pero presente al fin.

Le dejo una cita del libro que da testimonio de ese amor desaforado que hace estallar las junturas del alma del que da cuenta la novela toda: “Cada minuto desperdiciado, cada hora, cada parpadeo. Cada instante sin ti, no vale nada”.3

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Luis Villegas Montes.

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