Opinión

El fin del mundo en do menor: Mahler y la banda sonora del colapso ecológico

  • Por Miguel A. Ramírez-López
El fin del mundo en do menor: Mahler y la banda sonora del colapso ecológico

Por: Miguel A. Ramírez-López

 

I

A veces pareciera que la música nos ha estado advirtiendo desde mucho antes de que supiéramos de qué debíamos cuidarnos. Gustav Mahler no vivió el colapso climático, pero en su obra hay una sensibilidad anticipatoria que vibra con el presente como una nota grave que no cesa. ¿Qué es una sinfonía mahleriana sino un ensayo sonoro sobre el fin del mundo? No el fin explosivo, hollywoodense, sino ese desmoronamiento paulatino, glacial, donde la naturaleza ya no canta, sino agoniza. Donde el murmullo de los bosques que Mahler amaba se convierte en eco de incendios forestales y sequías.

Mahler caminaba por los Alpes como si cada sendero fuera un pentagrama. Su Tercera Sinfonía inicia con un despertar geológico: la tierra resuena en trombones, la materia se pone en movimiento. Pero lo que parecía celebración se convierte pronto en un réquiem larvado. No hay equilibrio. Hay tensión. Hay una conciencia oscura del drama cósmico que se avecina. Por eso Mahler no es pastoral en sentido beethoveniano…, en él la naturaleza no es armonía idílica, sino un campo de fuerzas trágicas. Hoy podríamos decirlo de otra manera: un campo de exterminio lento.

 

II

Escuchar a Mahler en 2025 es, en cierto modo, escuchar al planeta llorar. No porque Mahler fuera un compositor ecológico avant la lettre, sino porque su sensibilidad es de aquellas que captan lo invisible, el temblor de lo que va a romperse, la grieta en la montaña, la amenaza del silencio. Su gigantismo orquestal, lejos de la vanagloria imperial, es una metáfora del exceso que define nuestra era: exceso de extracción, exceso de velocidad, exceso de ruido. Mahlerhace música con el vértigo del siglo XX, pero ese vértigo no ha cesado, sino que se ha convertido en norma. Y bajo esa norma, el mundo se asfixia.

Jean-Baptiste Fressoz y Christophe Bonneuil, en La invención del calentamiento global, explican cómo las advertencias sobre la destrucción ambiental no son recientes: se ignoran porque el poder necesita mantener su fe en el progreso. Mahler intuía ese abismo. No en los términos científicos del IPCC, sino en el plano espiritual, sensible. Hay algo en su música —en la Séptima Sinfonía, por ejemplo, con sus interludios nocturnos y sus desvaríos instrumentales— que encarna el desconcierto de una humanidad que avanza hacia lo desconocido sin brújula moral.

III

La Novena Sinfonía, su testamento musical, no es sólo una despedida personal, también es la música de una extinción posible. Leonard Bernstein la llamó “la más asombrosa despedida jamás escrita en la historia de la música”. Pero, ¿quién se despide? ¿El individuo que muere o la especie que intuye su disolución? En tiempos de crisis ecológica, donde ya no se teme tanto la muerte personal como la devastación global —un incendio en la Amazonia, una sequía en África, una isla que se hunde en el Pacífico—, Mahler resuena con una fuerza renovada. Cada nota sostenida es una respiración que podría ser la última.

Tal vez Mahler no compuso para nuestro tiempo, pero nuestro tiempo lo reclama. Su obra se vuelve urgente. Un código emocional para enfrentar el colapso. Un espejo sonoro que no embellece la catástrofe, pero tampoco renuncia a la posibilidad de lo sublime. Porque incluso en la desolación, Mahler introduce la ternura: el solo de corno que parece venir desde una colina perdida, el oboe que imita a un pájaro solitario, el coral que, a pesar de todo, suena a redención.

 

IV

Hoy, en auditorios de Viena, Nueva York o Ciudad de México, se sigue tocando a Mahler. Bajo la batuta de directores como Gustavo Dudamel o Teodor Currentzis, su música se interpreta frente a jóvenes que respiran smog, beben agua embotellada y ven documentales sobre glaciares que desaparecen. ¿Qué futuro pueden construir quienes escuchan la Novena sabiendo que es también su elegía?

No es casual que cada vez más músicos clásicos se sumen a causas ecológicas. La orquesta no es ajena al mundo: es su caja de resonancia. Y Mahler, que tanto fue incomprendido en vida, encuentra ahora nuevos oídos entre quienes ya no esperan la salvación, pero sí un poco de sentido en medio del derrumbe. Como escribió Adorno —uno de sus más brillantes intérpretes—, Mahler no buscaba consuelo… Su música es lo contrario de la mentira.

 

V

Escuchar a Mahler en tiempos de colapso no es un acto de escapismo. Es una forma de atención radical. De duelo lúcido. De resistencia estética. No es un regreso al pasado, sino un descenso a las profundidades del presente. Si cada época tiene la música que merece, la nuestra no ha sabido aún merecer a Mahler. Pero aún podemos escucharlo. Mientras haya un fagot que se lamente, una cuerda que tiemble, un silencio que nos atraviese antes de la explosión.

La música no puede revertir el calentamiento global. Pero puede recordarnos, como un lamento antiguo, que hubo belleza. Que hubo un mundo donde los árboles hablaban, los pájaros cantaban y los compositores caminaban entre montañas, atentos al murmullo de lo sagrado.

 

Y que ese mundo aún podría salvarse.