Opinión

El voto que somete: paradojas de una elección judicial

  • Por Miguel A. Ramírez-López.
El voto que somete: paradojas de una elección judicial

Por: Miguel A. Ramírez-López.

En la liturgia democrática mexicana, donde cada elección suele presentarse como una fiesta cívica, el proceso judicial del 1 de junio de 2025 fue promovido con retórica triunfalista: un hito histórico, la culminación de la voluntad popular, la democratización del Poder Judicial. Y, sin embargo, detrás del cristal de los discursos, algo más inquietante se entrevé: un proceso que, más que empoderar al pueblo, parece haberlo obligado a abdicar de su juicio en el umbral mismo de la razón.

Morena celebró que más de 13 millones de mexicanos votaran por jueces, magistrados y ministros, como si la cifra —en abstracto— bastara para legitimar la totalidad del ejercicio. Pero ese número, que en boca oficial sonó a victoria, representa apenas un 13% del padrón electoral. Un dato elocuente que, en lugar de confirmar la voluntad colectiva, sugiere una desafección masiva, un voto envuelto más en desinformación que en convicción. En el fondo, el ciudadano fue convocado no a elegir con criterio, sino a cumplir un acto de fe.

La paradoja es evidente: se propone democratizar el Poder Judicial a través del sufragio directo, y sin embargo, se sacrifica la deliberación pública. ¿Quiénes eran los más de 7,000 candidatos? ¿Qué trayectoria los respalda? ¿Qué doctrinas jurídicas profesan? La boleta se transformó en una lista de nombres anónimos, la mayoría sin rostro, sin historia pública, sin propuestas. No se votó por proyectos de justicia, sino por etiquetas. El riesgo de la estetización de la política, que advertía Benjamin, aquí se torna aún más grave: la estetización de la ley misma.

El procedimiento fue promovido como un acto de soberanía popular, pero lo que hubo fue, más bien, una transferencia vertical de legitimidad: los partidos —particularmente Morena— propusieron los perfiles, el Congreso afín los avaló, y el pueblo simplemente estampó su sufragio, como si con ello se curaran las heridas del sistema judicial. Bajo la apariencia de una reforma democrática, se instaló un mecanismo de sujeción: la obediencia del Poder Judicial a una mayoría parlamentaria que domina todos los poderes del Estado.

La independencia judicial no es un lujo liberal, como ciertos apologistas del régimen insinúan, sino una condición mínima para la justicia misma. Cuando los jueces deben su puesto al respaldo electoral impulsado desde un solo bloque de poder, se pervierte el principio básico de división de poderes. El juez que depende del favor de las urnas —y de quien controla las urnas— difícilmente dictará sentencias que incomoden a quienes lo pusieron ahí.

No se trata, por supuesto, de defender el statu quo anterior. El Poder Judicial en México ha sido históricamente opaco, elitista y muchas veces cómplice de las clases dominantes. Pero reformarlo no significa subordinarlo a una mayoría política; implica abrirlo a la sociedad, transparentarlo, garantizar la carrera judicial con criterios técnicos, éticos y humanos. No basta con convocar al pueblo: hay que ofrecerle instrumentos reales para deliberar, para comprender, para juzgar a quienes habrán de juzgarnos.

La elección judicial de 2025 no fue un fracaso absoluto, como algunos sectores conservadores señalan, pero tampoco puede proclamarse un éxito sin reservas. Fue, más bien, un experimento incompleto, un espejismo de poder popular que amenaza con institucionalizar la obediencia en lugar de la justicia. Y en tiempos donde la democracia se simula más de lo que se ejerce, las formas importan tanto como los fines.

¿Queremos una justicia sometida al voto? Tal vez sí, pero no así. No sin información, sin debate, sin conciencia. No bajo la consigna de una sola fuerza política. Porque cuando el derecho deja de ser un contrapeso y se convierte en un eco, la ley no defiende al pueblo: lo disciplina.

Y quizá, en el fondo, eso es lo que se celebró.