Opinión

Los límites de la justicia intercultural: Hugo Aguilar en la Corte

  • Por Miguel A. Ramírez-López
Los límites de la justicia intercultural: Hugo Aguilar en la Corte

Por: Miguel A. Ramírez-López.

La reciente llegada de Hugo Aguilar Ortiz a la Suprema Corte no es sólo un hecho político, sino un símbolo cargado de tensiones históricas. Entre el derecho estatal y los saberes comunitarios, se abre un umbral inestable donde la justicia puede transformarse o repetirse. Este texto se pregunta qué implica, en términos reales, la entrada del pluralismo jurídico al corazón del poder judicial.

Ma bouche sera la bouche des malheurs qui n’ont point de bouche,

ma voix, la liberté de celles qui s’affaissent au cachot du désespoir.

—Aimé Césaire

«Mi boca será la boca de las desdichas que no tienen boca;

mi voz, la libertad de aquellas que se desploman en el calabozo de la desesperación».

El 1 de junio de 2025, en una jornada que pareció conjurar siglos de exclusión, Hugo Aguilar Ortíz —abogado ñuu savi, defensor de los pueblos de la montaña mixteca— se convirtió en el primer presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación electo por voto ciudadano. No por designio presidencial ni cabildeo senatorial, sino por voluntad popular. Fue también, con toda su potencia simbólica, el primer jurista indígena en ocupar ese puesto desde los días —ya casi míticos— de Benito Juárez. Algunos han celebrado la anécdota, la postal del oaxaqueño que asciende desde las aulas de la Universidad Autónoma Benito Juárez hasta el trono de mármol de Pino Suárez. Pero hay más que narrativa de superación: lo que está en juego es el campo entero del derecho, sus fundamentos, sus exclusiones, sus espectros.

Desde el mirador jurídico que por siglos se erigió como templo racionalista, normativo, homogéneo, el ingreso de un jurista indígena no puede ser leído sino como una disrupción. ¿Cómo se conjugan el derecho estatal —producto del constitucionalismo liberal, del positivismo normativo, de la dogmática romanista— con los sistemas normativos que brotan de la tierra, de la oralidad, de la memoria comunal? ¿Puede un defensor comunitario asumir la presidencia de la Corte sin que esa misma Corte lo absorba, lo neutralice, lo encierre en su lógica de clausura?

Boaventura de Sousa Santos lo ha dicho sin ambages: no hay justicia verdadera sin pluralismo jurídico. No basta con reconocer a los pueblos indígenas en el papel; hay que asumir que existen otros sistemas de saber y de derecho que no son subsidiarios del Estado-nación, sino que lo preceden y lo cuestionan. El derecho, como campo social, es una construcción histórica, y como tal, se encuentra siempre atravesado por disputas entre formas de vida, epistemes y territorialidades. La entrada de Hugo Aguilar al vértice del poder judicial no es sólo un gesto simbólico; es la grieta por donde se cuelan siglos de saber negado, saber oral, saber comunitario.

En su trayectoria, Aguilar no fue un doctrinario de las cortes. No dictó sentencia desde el mármol, sino que defendió el territorio ante los tribunales agrarios, litigó derechos ancestrales en contra de las mineras canadienses, asesoró a comunidades frente al despojo burocrático. Él no aprendió derecho desde la técnica, sino desde la necesidad. Desde el asedio. Desde la sobrevivencia. Como diría Bartolomé Clavero, su saber no es jurídico en clave imperial, sino jurídico en clave colonial: surge como resistencia al ordenamiento impuesto, como defensa del "nosotros" frente a la racionalidad colonial del "ellos".

Ahora, Aguilar se sienta en el centro de un aparato cuya función histórica ha sido precisamente la de excluir, legalizar el despojo, otorgar rostro legítimo al extractivismo, vestir con toga la necropolítica. ¿Qué puede hacer allí un abogado indígena? ¿Qué puede hacer el códice entre los tratados? ¿Qué puede hacer la asamblea comunal en el corazón del Estado?

No basta con cambiar los rostros si no se transforman las reglas del juego. Lo que está en disputa no sólo es la Corte, sino la definición misma de lo jurídico. ¿Puede haber justicia si no se reconocen otras fuentes del derecho, otras legitimidades, otros procedimientos que no pasen por el expediente o el Código? ¿Puede una sentencia nacer del tequio, del consenso, del cargo comunal? ¿Puede el derecho ser algo más que lo escrito?

Hugo Aguilar llega a la Corte con una legitimidad distinta: no la que otorga el linaje profesional, sino la que nace de la tierra. Y eso, en un país forjado sobre el racismo institucional, es subversivo. Pero también es un riesgo. Porque las instituciones tragan lo que no comprenden. El pluralismo jurídico —dice Sousa Santos— puede ser domesticado si no se protege como disidencia viva. El peligro no es que Aguilar se imponga. El peligro es que lo conviertan en estatua.

Tal vez su mayor desafío no sea dictar sentencias, sino abrir las puertas de la Corte a otras formas de justicia. Que el sistema judicial deje de ser un oráculo en clave española, y se convierta en un espacio de traducción intercultural. Que la justicia no sólo se diga en castellano, sino en mixteco, zapoteco, maya o ralámuli. Que no únicamente hable de la ley, sino también del maíz, del agua o del cerro. Porque no hay justicia sin territorio, y no hay derecho sin cultura.

Decía Aníbal Quijano que el poder moderno se sostiene en la negación del otro: del cuerpo racializado, del saber no occidental, del derecho no escrito. El ascenso de Aguilar puede ser el principio de otra cosa: no una simple inclusión, sino una descolonización jurídica. Si logra sobrevivir al aparato que lo rodea, si logra sembrar en la Corte la memoria de su pueblo, si logra hacer de su presidencia una grieta por donde entre la lluvia, entonces tal vez estaremos ante una refundación jurídica más profunda que cualquier reforma constitucional.

No sabemos aún si la Corte lo permitirá. Pero el gesto inaugural ya está hecho. El códice ha entrado en el mármol. Ahora falta que el mármol se deje escribir.