Opinión

El evangelio según Ozzy

  • Por Miguel A. Ramírez-López.
El evangelio según Ozzy

Por: Miguel A. Ramírez-López.

En la vasta liturgia del rock, hay nombres que no fueron simplemente músicos, sino profetas convulsos de un tiempo que quiso devorarse a sí mismo. Ozzy Osbourne, muerto hoy a los 76 años, fue uno de ellos: un ángel caído con micrófono, un bufón lúgubre que convirtió el exceso en ritual y la blasfemia en poesía. El Príncipe de las Tinieblas no ha muerto hoy; ha regresado a su trono.

Nacido en un suburbio obrero de Birmingham, en el corazón industrial de Inglaterra, John Michael Osbourne no parecía destinado a otra cosa que a los talleres, el crimen menor o la rutina. Pero hay en ciertos seres una pulsión de ruido y de sombra que rompe con el orden social. Y en su voz cavernosa —mitad aullido, mitad plegaria profana— anidaba ya un presagio: el del heavy metal como catecismo moderno, como violencia sagrada.

Black Sabbath, la banda que fundó junto a Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward, no sólo creó un género, también inventó una atmósfera, una temperatura espiritual. Con discos como Paranoid y Master of Reality, los Sabbath ofrecieron a los hijos del desencanto industrial un refugio de oscuridad, distorsión y rebeldía. Era música para los que no creían en nada, pero esperaban el Apocalipsis. Y Ozzy fue su heraldo: no como predicador, sino como espectro, como un médium.

Pero su historia no es una hagiografía limpia. Ozzy era caos: bebía, se drogaba, se desvanecía en hoteles y arrancaba cabezas de murciélagos como quien rompe hostias negras. En eso se parecía a Artaud, a Ginsberg, a cualquier loco que se niega a obedecer las formas del mundo. Fue expulsado de Sabbath, cayó y volvió a alzarse como solista con himnos tan potentes como Crazy Train y Mr. Crowley, donde invocaba ya no a Satán, sino al teatro de la locura moderna. Su cuerpo comenzó a ser el mapa de todas las guerras químicas del siglo XX.

Con Sharon Osbourne como esposa, manager y escudo, transitó los infiernos con un halo casi redentor. Su reality show, The Osbournes, lo convirtió en ícono pop y parodia involuntaria de sí mismo. Pero ni la televisión ni la decrepitud lo redujeron. Aún en silla de ruedas, aún con Parkinson, se aferraba al escenario como quien agarra la cruz de su propio martirio. Su último acto en Villa Park, apenas hace unas semanas, fue una despedida sin palabras: solo estaba ahí, sentado, cantando como puede cantar un dios viejo.

La muerte de Ozzy, hoy, no es sólo la clausura de una vida; es la extinción de un tipo de rock que ya no existe. El rock como asco, como herejía, como evangelio eléctrico para los condenados. No quedan muchos como él. Los demás —los que simulan locura, los que ensayan escándalos— son apenas actores con luces de TikTok.

Ozzy fue verdad, porque se arrastró. Porque deliró. Porque desafinó. Porque se quebró frente a millones. Porque fue —con sus errores y sus excesos— lo más cercano que tuvimos a un santo pagano. Uno que nunca quiso salvarnos, pero que nos dio algo aún más valioso: la libertad de gritar.

Y ahora, con su muerte, el silencio vuelve a temblar.