Opinión

La teopolítica de los misiles: Israel vs. Irán

  • Por Miguel A. Ramírez-López
La teopolítica de los misiles: Israel vs. Irán

Por: Miguel A. Ramírez-López.

Desde el fondo de los desiertos históricos, ha vuelto a hablar la guerra. No una guerra cualquiera, sino una guerra con aliento bíblico y precisión satelital. El zumbido de drones sobre Teherán y el destello de misiles sobre Haifa nos recuerdan que, como advirtió Walter Benjamin, el estado de excepción no es la excepción, sino la regla. Israel e Irán han cruzado el umbral: de la guerra encubierta a la confrontación abierta, de la diplomacia simulada al lenguaje incandescente de la fuerza.

La ofensiva israelí contra las instalaciones nucleares de Irán el 13 de junio de 2025 marcó el paso decisivo hacia la exposición absoluta del conflicto. En términos tácticos, se trató de un golpe quirúrgico, ataques a las plantas de Fordow, Natanz y Arak; eliminación de figuras clave de la Guardia Revolucionaria Islámica; neutralización de radares y centros de mando. Pero en términos geopolíticos, fue una declaración ya que Israel no permitirá que Irán se acerque al umbral nuclear. Y en términos simbólicos, fue una profanación: el campo gasífero South Pars, pilar energético iraní, fue alcanzado como si se tratara del templo de una potencia fósil.

La respuesta iraní, bautizada “Promesa Verdadera III”, fue más que una represalia, fue una escenificación teológica. Más de 150 misiles balísticos y 100 drones surcaron el espacio aéreo con la consigna de redimir el ultraje. Porque Irán no es únicamente un Estado, sino también una promesa escatológica. El chiísmo duodecimano no concibe la historia sin la espera del Mahdi oculto, y cada humillación sufrida por la nación se interpreta como parte del drama cósmico. El misil no sólo transporta explosivo: transporta también una lectura del tiempo.

Desde la geopolítica clásica, Halford Mackinder diría que asistimos a una lucha por el control del “heartland islámico”. Irán se posiciona como eje de la resistencia en el mundo musulmán, uniendo su influencia en Irak, Siria, Líbano y Yemen. Israel, por su parte, actúa como bastión militar de Occidente en el Medio Oriente, una suerte de rampart state, cuya existencia depende del dominio tecnológico y de la disuasión absoluta. En este ajedrez, el campo de batalla no se limita al territorio, se extiende al espacio aéreo, al ciberespacio y al espacio simbólico.

La filosofía política de Carl Schmitt, quien definió la soberanía como “el poder de decidir sobre el estado de excepción”, cobra aquí un matiz profético. Tanto Israel como Irán actúan como soberanos absolutos, pues suspenden la legalidad internacional para imponer una legalidad propia, dictada por la necesidad estratégica o por la justicia divina. Lo que está en juego no es la paz, sino la posibilidad de seguir decidiendo sin autorización ajena. Se trata, como dijo Giorgio Agamben, de la producción de zonas grises donde la vida se expone sin garantías, donde la distinción entre legalidad y violencia se desvanece.

Desde una mirada histórica, este conflicto es también heredero del siglo XX. Israel fue fundado en 1948 como respuesta geopolítica al Holocausto, como espacio para la supervivencia judía en un mundo hostil. Su doctrina de defensa —la “doctrina Begin”— postula que ningún enemigo que amenace su existencia puede adquirir armas de destrucción masiva. Irán, en cambio, fue reconfigurado por la Revolución Islámica de 1979 como negación del orden occidental, como proyecto político-teológico de emancipación. Ambos son Estados forjados en el trauma. Ambos han hecho de ese trauma una palanca de soberanía.

La guerra actual no sólo tiene efectos materiales —muertes, inflación, colapso diplomático—, sino efectos en la arquitectura mundial. Estados Unidos se encuentra ante el dilema de intervenir o mirar desde la barrera. Europa fracasa en imponer una narrativa coherente. Rusia y China aprovechan la fractura para posicionarse como mediadores no desinteresados. Y el Sur Global observa, no sin cinismo, cómo las mismas potencias que predicaban paz y cooperación se muestran incapaces de controlar sus propias creaciones.

Foucault ya había advertido que en la modernidad la guerra no desaparece: se infiltra en los dispositivos de poder. Hoy, el campo de batalla incluye también los precios del petróleo, las plataformas digitales, las monedas nacionales. El ataque israelí al gas iraní no sólo se trató de un golpe energético, sino un gesto de guerra financiera. Y el colapso de las negociaciones nucleares en Omán no fue sólo un accidente diplomático: fue una renuncia al lenguaje mismo como mediador.

En el fondo, esta guerra es también un duelo entre dos formas de teología política. Por un lado, la escatología chiíta, que ve en cada sacrificio una parte del plan divino. Por otro, el sionismo político, que combina tecnología, misticismo cabalístico y realismo estratégico. Gershom Scholem ya había advertido sobre los peligros del mesianismo sin contención. Hoy, ese mesianismo estalla en forma de cohetes.

¿Qué vendrá después? Una posible escalada regional. Hezbolá podría entrar en escena. Los hutíes podrían cerrar el estrecho de Bab el-Mandeb. Irak podría arder. Y el mundo —como en 1914— podría precipitarse a una guerra por alianzas mal entendidas. O bien, podría consolidarse un nuevo equilibrio de miedo: una Guerra Fría en caliente, un silencio armado donde el más leve error podría detonar el fin.

Pero quizá el problema más profundo no sea geopolítico, sino ético. Hemos normalizado que la soberanía se ejerza con fuego, que la dignidad se reclame con sangre, que la identidad se construya en la destrucción del otro. Vivimos, como diría T. Adorno, en tiempos donde escribir poesía después de la barbarie no solo es difícil: es urgente. Porque sin palabra crítica, el zumbido de los drones será la única voz que escuchemos.